Steve Jobs. La biografía
El abandono de los estudios
Enchúfate, sintoniza…
CHRISANN BRENNAN
Hacia el final de su último año en Homestead, en la
primavera de 1972, Jobs comenzó a salir con una chica etérea y algo hippy
llamada Chrisann Brennan, que tenía
aproximadamente su misma edad pero se encontraba un curso
por debajo. La chica, de pelo castaño claro, ojos verdes, pómulos altos y un
aura de fragilidad, era muy atractiva. Además, estaba pasando por la ruptura del
matrimonio de sus padres, lo que la convertía en alguien vulnerable.
«Trabajamos juntos en una película de animación, empezamos a salir, y se convirtió en mi primera
novia de verdad», recordaba Jobs. Tal y como declaró posteriormente Brennan:
«Steve estaba bastante loco. Por eso me sentí atraída por él».
La locura de Jobs era de un estilo muy refinado. Ya había
comenzado a experimentar con dietas compulsivas —solo fruta y verdura—, y
estaba delgado y esbelto como un galgo. Aprendió a mirar fijamente y sin pestañear a
la gente, y perfeccionó sus largos silencios salpicados por arranques entrecortados de intervenciones aceleradas. Esta extraña mezcla de intensidad y desapego,
combinada con el pelo por los hombros y una barba rala, le daban el halo de un
chamán enloquecido.
Oscilaba entre lo carismático y lo inquietante. «Cuando
deambulaba por ahí parecía estar medio loco —comentó Brennan—. Era todo
angustia. Y un aura de oscuridad lo acompañaba».
Por aquel entonces, Jobs comenzó a consumir ácido e
introdujo a Brennan en aquel mundo, en un trigal justo a las afueras de
Sunnyvale. «Fue genial —recordaba él
—. Había estado escuchando mucho a Bach. De pronto era como
si todo el campo de trigo tocara su música. Aquella fue la sensación más
maravillosa que había
experimentado hasta entonces. Me sentí como el director de
una sinfonía, con Bach sonando entre las espigas».
Ese verano de 1972, tras su graduación, Brennan y él se
mudaron a una cabaña en las colinas que hay sobre Los Altos. «Me voy a vivir a
una cabaña con
Chrisann», les anunció un día a sus padres. Su padre se puso
furioso. «Por supuesto que no —respondió—. Por encima de mi cadáver». Hacía
poco que habían discutido por la marihuana y, una vez más, el joven Jobs se
mantuvo en sus trece con testarudez. Se limitó a despedirse y salió por la
puerta.
Aquel verano Brennan se pasó gran parte del tiempo pintando.
Tenía talento, y dibujó un cuadro de un payaso para Jobs que él colgó en la
pared. Jobs escribía
poesía y tocaba la guitarra. Podía ser brutalmente frío y
grosero con ella en ocasiones, pero también era un hombre fascinante, capaz de
imponer su voluntad. «Era un ser iluminado, y también cruel —recordaba ella—. Aquella era
una combinación extraña».
A mediados del verano, Jobs estuvo a punto de morir en un
accidente, cuando su Fiat rojo estalló en llamas. Iba conduciendo por el
Skyline Boulevard de las
montañas de Santa Cruz con un amigo del instituto, Tim
Brown, quien al mirar hacia atrás vio cómo salían llamaradas del motor y dijo
con toda tranquilidad: «Para aquí,
que tu coche está ardiendo». Jobs lo hizo, y su padre, a
pesar de sus discusiones, condujo hasta las colinas para remolcar el Fiat hasta
su casa.
En un intento por encontrar la forma de ganar dinero para
comprar un coche nuevo, Jobs hizo que Wozniak le llevara hasta la Universidad de De Anza
para buscar trabajo en el tablón de anuncios. Descubrieron que el centro
comercial West Gate de San José estaba buscando estudiantes universitarios
dispuestos a disfrazarse para entretener a los niños. Así pues, por tres dólares a la
hora, Jobs, Wozniak y Brennan se colocaron unos pesados disfraces de cuerpo
entero que les cubrían de la cabeza a los pies y se dispusieron a actuar como Alicia, el
Sombrerero Loco y el Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas.
Wozniak, tan franco y
encantador como siempre, encontraba aquello divertido.
«Dije: “Quiero hacerlo, es mi oportunidad, porque me encantan los niños”. Me
tomé unas vacaciones en Hewlett-Packard. Creo que Steve lo veía como un trabajo de
poca monta, pero a mí me parecía una aventura divertida». De hecho, a Jobs le
parecía horroroso.
«Hacía calor, los disfraces pesaban una barbaridad, y al
poco rato solo quería abofetear a alguno de los niños». La paciencia nunca fue
una de sus virtudes.
Fuente: Steve Jobs. La biografía
Walter Isaacson
Traducción de
David González-Iglesias González/Torreclavero
www.megustaleer.com