Steve Jobs. La biografía
Aun así, Jobs también podía ser generoso. Cuando llegaron a
la población de Manali, junto a la frontera tibetana, a Kottke le robaron el
saco de dormir con los cheques de viaje dentro. «Steve se hizo cargo de mis
gastos de manutención y del billete de autobús hasta Delhi», recordó Kottke.
Además, Jobs le entregó lo que le quedaba de su dinero, cien dólares, para que
pudiera arreglárselas hasta regresar a su hogar.
De regreso a casa ese otoño, tras siete meses en el país,
Jobs se detuvo en Londres, donde visitó a una mujer que había conocido en la
India. Desde allí tomó un vuelo chárter hasta Oakland. Había estado escribiendo
a sus padres muy de vez en cuando y solo tenía acceso al correo en la oficina
de American Express de Nueva Delhi cuando pasaba por allí,así que se
sorprendieron bastante cuando recibieron una llamada suya desde el aeropuerto
de Oakland pidiéndoles que fueran a recogerlo.
Se pusieron en marcha de inmediato desde Los Altos. «Me
habían afeitado la cabeza, vestía prendas indias de algodón y el sol me había
puesto la piel de un intenso color cobrizo, parecido al chocolate —recordaba—.
Así que yo estaba sentado allí y mis padres pasaron por delante de mí unas
cinco veces hasta que finalmente mi madre se acercó y preguntó: “¿Steve?”, y yo
contesté: “¡Hola!”».
Tras volver a su casa en Los Altos, pasó un tiempo tratando
de encontrarse a sí mismo. Aquella era una búsqueda con muchos caminos hacia la
iluminación. Por las mañanas y las noches meditaba y estudiaba la filosofía
zen, y entre medias asistía a veces como oyente a las clases de física e
ingeniería de Stanford.
LA BÚSQUEDA
El interés de Jobs por la espiritualidad oriental, el
hinduismo, el budismo zen y la búsqueda de la iluminación no era simplemente la
fase pasajera de un chico de diecinueve años. A lo largo de su vida, trató de
seguir muchos de los preceptos básicos de las religiones orientales, tales como
el énfasis en experimentar el prajñā (la sabiduría y la comprensión cognitiva
que se alcanzan de forma intuitiva a través de la concentración mental). Años
más tarde, sentado en su jardín de Palo Alto, reflexionaba sobre la influencia
duradera de su viaje a la India:
Para mí, volver a Estados Unidos fue un choque cultural
mucho mayor que el de viajar a la India. En la India la gente del campo no
utiliza su inteligencia como nosotros, sino que emplean su intuición, y esa
intuición está mucho más desarrollada que en el resto del mundo. La intuición es
algo muy poderoso, más que el intelecto en mi opinión, y ha tenido un gran
impacto en mi trabajo.
El pensamiento racional occidental no es una característica
innata del ser humano; es un elemento aprendido y el gran logro de nuestra
civilización. En las aldeas indias nunca han aprendido esta técnica. Les
enseñaron otras cosas, que en algunos sentidos son igual de valiosas, pero no
en otros. Ese es el poder de la intuición y de la sabiduría basada en la
experiencia.
Al regresar tras siete meses por los pueblos de la India,
pude darme cuenta de la locura que invade al mundo occidental y de cómo nos
centramos en desarrollar un pensamiento racional. Si te limitas a sentarte a
observar el mundo, verás lo inquieta que está tu mente. Si tratas de calmarla,
solo conseguirás empeorar las cosas, pero si le dejas tiempo se va apaciguando,
y cuando lo hace deja espacio para escuchar cosas más sutiles. Entonces tu
intuición comienza a florecer y empiezas a ver las cosas con mayor claridad y a
vivir más en el presente. Tu mente deja de correr tan rápido y puedes ver una
tremenda dilatación del momento presente. Puedes ver mucho más de lo que podías
ver antes. Es una disciplina; hace falta practicarla.
El pensamiento zen ha sido una influencia muy profunda en mi
vida desde entonces. Hubo un momento en el que me planteé viajar a Japón para
tratar de ingresar en el monasterio de Eihei-ji, pero mi consejero espiritual
me rogó que me quedara. Afirmaba que no había allí nada que no hubiera aquí, y
tenía razón. Aprendí la verdad del zen que afirma que quien está dispuesto a
viajar por todo el mundo para encontrar un maestro, verá cómo aparece uno en la
puerta de al lado.
De hecho, Jobs sí que encontró un maestro en su propio
barrio de Los Altos. Shunryu Suzuki, el autor de Mente zen, mente de
principiante, que dirigía el Centro Zen de San Francisco, iba todos los
miércoles por la tarde, impartía clases y meditaba junto a un pequeño grupo de
seguidores. Después de una temporada, Jobs y los otros querían más, así que
Suzuki le pidió a su ayudante, Kobun Chino Otogawa, que abriera allí un centro
a tiempo completo. Jobs se convirtió en un fiel seguidor, junto con Daniel
Kottke, Elizabeth Holmes y su novia ocasional, Chrisann Brennan. También
comenzó a acudir él solo a realizar retiros espirituales en el Centro Zen
Tassajara, un monasterio cerca de la población de Carmel, donde Kobun también
impartía sus enseñanzas.
A Kottke, Kobun le parecía divertido. «Su inglés era atroz
—recordaba—. Hablaba como con haikus, con frases poéticas y sugerentes.
Nosotros nos sentábamos para escucharle, aunque la mitad de las veces no
teníamos ni idea de lo que estaba diciendo. Para mí todo aquello era una
especie de comedia desenfadada». Su novia, Elizabeth Holmes, estaba más metida
en aquel mundo: «Asistíamos a las meditaciones de Kobun, nos sentábamos en unos
cojines redondos llamados zafu y él se ponía sobre una tarima —describió—.
Aprendimos a ignorar las distracciones. Era mágico. Durante una meditación en
una tarde lluviosa, Kobun nos enseñó incluso a utilizar el ruido del agua a
nuestro alrededor para recuperar la concentración en la meditación».
Por lo que respecta a Jobs, su devoción era intensa. «Se
volvió muy serio y autosuficiente y, en líneas generales, insoportable», afirmó
Kottke. Jobs comenzó a reunirse con Kobun casi a diario, y cada pocos meses se
marchaban juntos de retiro para meditar. «Conocer a Kobun fue para mí una
experiencia profunda, y acabé pasando con él tanto tiempo como podía —recordaba
Jobs—. Tenía una esposa que era enfermera en Stanford y dos hijos. Ella
trabajaba en el primer turno de noche, así que yo iba a su casa y pasaba las
tardes con él. Cuando aparecía hacia la medianoche, me echaba». En ocasiones
charlaban acerca de si Jobs debía dedicarse por completo a su búsqueda espiritual,
pero Kobun le aconsejó que no lo hiciera. Dijo que podía mantenerse en contacto
con su lado espiritual mientras trabajaba en una empresa. Aquella relación
resultó profunda y duradera. Diecisiete años más tarde, fue Kobun quien ofició
la boda de Jobs.
La búsqueda compulsiva de la conciencia de su propio ser
también llevó a Jobs a someterse a la terapia del grito primal, desarrollada
recientemente y popularizada por un psicoterapeuta de Los Ángeles llamado
Arthur Janov. Se basaba en la teoría freudiana de que los problemas
psicológicos están causados por los dolores reprimidos durante la infancia, y
Janov defendía que podían resolverse al volver a sufrir esos momentos primarios
al tiempo que se expresaba el dolor, en ocasiones mediante gritos. Jobs prefería
aquello a la habitual terapia de diván, porque tenía que ver con las
sensaciones intuitivas y las acciones emocionales, y no con los análisis
racionales. «Aquello no era algo sobre lo que hubiera que pensar —comentaba
después—. Era algo que había que hacer: cerrar los ojos, tomar aire, lanzarse
de cabeza y salir por el otro extremo con una mayor comprensión de la
realidad».
Un grupo de partidarios de Janov organizaba un programa de
terapia llamado Oregon Feeling Center en un viejo hotel de Eugene dirigido
(quizá de forma nada sorprendente) por el gurú de Jobs en el Reed College,
Robert Friedland, cuya comuna de la All One Farm se encontraba a poca
distancia. A finales de 1974, Jobs se apuntó a un curso de terapia de doce
semanas que costaba 1.000 dólares. «Steve y yo estábamos muy metidos en aquello
del crecimiento personal, me hubiera
pregustado acompañarlo —señaló Kottke—, pero no podía
permitírmelo».
Fuente: Steve Jobs. La biografía
Walter Isaacson
Traducción de David González-Iglesias González/Torreclavero
www.megustaleer.com