Steve Jobs. La biografía
Jobs también estaba empezando a tener algunos conflictos con
el papel de líder sectario de Friedland. «A lo mejor veía demasiados rasgos de
Robert en sí mismo», comentó Kottke. Aunque se suponía que la comuna debía ser un
refugio del mundo materialista, Friedland comenzó a dirigirla como si se
tratara de una empresa; sus seguidores tenían que talar troncos y venderlos como leña,
fabricar prensas de manzanas y cocinas de madera, y embarcarse en otras
iniciativas comerciales por las que no recibían un salario. Una noche, Jobs durmió bajo la mesa
de la cocina, y le divirtió observar cómo la gente no hacía más que entrar para
robar la comida de los demás guardada en el frigorífico. La economía de la comuna
no estaba hecha para él. «Comencé a volverme muy materialista —recordaba Jobs—.
Todo el mundo empezó a darse cuenta de que se estaban matando a trabajar
por la plantación de Robert, y uno a uno comenzaron a marcharse. Aquello me
hartó bastante».
Según Kottke, «muchos años más tarde, después de que
Friedland se hubiera convertido en el propietario multimillonario de unas minas
de cobre y oro —repartidas entre Vancouver, Singapur y Mongolia—, me reuní con él para
tomar una copa en Nueva York. Esa misma noche, le envié un correo electrónico a
Jobs
mencionándole aquel encuentro. Me llamó desde California en
menos de una hora y me advirtió de que no debía escuchar a Friedland». Añadió
que cuando Friedland se había visto en apuros por una serie de delitos ecológicos
perpetrados en algunas de sus minas, había tratado de ponerse en contacto con
él para pedirle que intercediera ante Bill Clinton, pero Jobs no había
respondido a la llamada. «Robert siempre se presentaba como una persona
espiritual, pero cruzó la línea que separa al hombre carismático del estafador —afirmó Jobs—. Es muy
extraño que una de las personas más espirituales de tu juventud acabe
resultando ser, tanto de forma simbólica como literal, un buscador de oro».
... Y ABANDONA
Jobs se aburrió rápidamente de la universidad. Le gustaba
estar en Reed, pero no solo asistir a las clases obligatorias. De hecho, se
sorprendió al descubrir que, a pesar de todo el ambiente hippy que se respiraba, las
exigencias de los cursos eran altas: le pedían que hiciera cosas como leer la Ilíada y estudiar las
guerras del Peloponeso. Cuando Wozniak fue a visitarlo, Jobs agitó su
horario ante él y se quejó: «Me obligan a estudiar todas estas asignaturas».
Woz respondió: «Sí, eso es lo que suelen hacer en la universidad, pedirte que vayas a
clase». Jobs se negó a asistir a las materias en las que estaba matriculado, y
en vez de eso se presentó a las que él quería, como por ejemplo una clase de baile en la que
podía expresar su creatividad y conocer chicas. «Yo nunca me habría negado a
asistir a las asignaturas a las que tenía que ir, esa es una de las diferencias entre
nuestras personalidades», comentó Wozniak, asombrado.
Jobs también comenzó a sentirse culpable, como él mismo
confesaría posteriormente, por gastar tanto dinero de sus padres en una
educación que, a su modo de ver, no merecía la pena. «Todos los ahorros de mis padres, que
eran personas de clase trabajadora, se invertían en mis tasas de matrícula
—relató en una célebre conferencia inaugural en Stanford—. Yo no tenía ni idea de
lo que quería hacer con mi vida, ni de cómo la universidad iba a ayudarme a
descubrirlo. Y allí estaba, gastándome todo el dinero que mis padres habían ahorrado
durante toda su vida. Entonces decidí dejar los estudios y confiar en que todo
acabara saliendo bien».
En realidad no quería abandonar Reed, solo quería evitar el
pago de la matrícula en las clases que no le interesaban. Sorprendentemente,
Reed toleró aquella actitud.
«Tenía una mente muy inquisitiva que resultaba enormemente
atractiva —señaló Jack Dudman, decano responsable de los estudiantes—. Se
negaba a aceptar las verdades que se enseñaban de forma automática, y quería
examinarlo todo por sí mismo». Dudman permitió que Jobs asistiera como oyente a
algunas clases y que se quedara con sus amigos en los colegios mayores incluso
después de haber dejado de pagar las tasas.
«En cuanto abandoné los estudios pude dejar de ir a las
asignaturas obligatorias que no me gustaban y empezar a pasarme por aquellas
que parecían interesantes»,
comentó. Entre ellas se encontraba una clase de caligrafía
que le atraía porque había advertido que la mayoría de los carteles del campus
tenían unos diseños muy atractivos. «Allí aprendí lo que eran los tipos de letra con
y sin serifa, cómo variar el espacio que queda entre diferentes combinaciones
de letras y qué es lo que distingue una buena tipografía. Era un estudio hermoso,
histórico y de una sutileza artística que la ciencia no puede aprehender, y me
pareció fascinante».
Ese era otro ejemplo más de cómo Jobs se situaba
conscientemente en la intersección entre el arte y la tecnología. En todos sus
productos, la tecnología iba unida a un gran diseño, una imagen, unas sensaciones, una elegancia,
unos toques humanos e incluso algo de poesía. Fue uno de los primeros en
promover interfaces gráficas de usuario sencillas de utilizar. En ese sentido,
el curso de caligrafía resultó ser icónico. «De no haber asistido a esa clase
de la universidad, el sistema operativo Mac nunca habría tenido múltiples tipos de letra o fuentes
con espaciado proporcional. Y como Windows se limitó a copiar el Mac, es
probable que ningún ordenador personal los tuviera».
Mientras tanto, Jobs llevaba una mísera vida bohemia al
margen de las actividades oficiales de Reed. Iba descalzo casi todo el rato y
llevaba sandalias cuando nevaba. Elizabeth Holmes le preparaba comidas y trataba de
adaptarse a sus dietas obsesivas. Él recogía botellas de refrescos vacías a
cambio de unas monedas, seguía con sus caminatas a las cenas gratuitas de los
domingos en el templo de los Hare Krishna y vestía una chaqueta polar en el
apartamento sin calefacción situado sobre un garaje que alquilaba por veinte dólares al mes.
Cuando necesitaba dinero, trabajaba en el laboratorio del departamento de
psicología, ocupándose del mantenimiento de los equipos electrónicos que se utilizaban
en los experimentos sobre comportamiento animal. Algunas veces, Chrisann
Brennan iba a visitarlo. Su relación avanzaba a trompicones y de forma errática. En
cualquier caso, su principal ocupación era la de atender las inquietudes de su
espíritu y seguir con su búsqueda personal de la iluminación.
«Llegué a la mayoría de edad en un momento mágico
—reflexionó después—. Nuestra conciencia se elevó con el pensamiento zen, y
también con el LSD». Incluso en etapas posteriores de su vida, atribuía a las drogas
psicodélicas el haberle aportado una mayor iluminación. «Consumir LSD fue una
experiencia muy profunda, una de la cosas más importantes de mi vida. El LSD te muestra
que existe otra cara de la moneda, y aunque no puedes recordarlo cuando se
pasan los efectos, sigues sabiéndolo. Aquello reforzó mi convicción de lo que era
realmente importante: grandes creaciones en lugar de ganar dinero, devolver
tantas cosas al curso de la historia y de la conciencia humana como me fuera posible».
Walter Isaacson
Traducción de
David González-Iglesias González/Torreclavero
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