Steve Jobs. La biografía
Walter Isaacson
Aquello significaba que el suministro eléctrico no se
encendía y apagaba sesenta veces por segundo, sino miles de veces, lo que
permitía almacenar la energía durante un tiempo mucho menor, y por lo tanto
desprendía menos calor. «Aquella fuente de alimentación conmutada fue tan
revolucionaria como la placa lógica del Apple II — declaró posteriormente
Jobs—. A Rod no le reconocen lo suficiente este mérito en los libros de
historia, pero deberían. Todos los ordenadores actuales utilizan fuentes de
alimentación conmutadas, y todas son una copia del diseño de Rod». A pesar de
toda la brillantez de Wozniak, esto no es algo que él pudiera haber hecho. «Yo
apenas sabía lo que era una fuente de alimentación conmutada», reconoció.
Paul Jobs le había enseñado en una ocasión a su hijo que la
búsqueda de la perfección implicaba preocuparse incluso del acabado de las
piezas que no estaban a la vista, y Steve aplicó aquella idea a la presentación
de la placa base del Apple II; rechazó el diseño inicial porque las líneas no
eran lo suficientemente rectas. Pero esta pasión por la perfección lo llevó a
exacerbar sus ansias de controlarlo todo. A la mayoría de los aficionados a la
electrónica y a los hackers les gustaba personalizar, modificar y conectar
distintos elementos a sus ordenadores. Sin embargo, en opinión de Jobs, aquello
representaba una amenaza para una experiencia integral y sin sobresaltos por
parte de los usuarios. Wozniak, que en el fondo tenía alma de hacker, no estaba
de acuerdo. Quería incluir ocho ranuras en el Apple II para que los usuarios
pudieran insertar todas las placas de circuitos de menor tamaño y todos los
periféricos que quisieran. Jobs insistió en que solo fueran dos, una para una
impresora y otra para un módem. «Normalmente soy muy fácil de tratar, pero esta
vez le dije: “Si eso es lo que quieres, vete y búscate otro ordenador”
—recordaba Wozniak—. Sabía que la gente como yo acabaría por construir
elementos que pudieran añadir a cualquier ordenador». Wozniak ganó la discusión
aquella vez, pero podía sentir cómo su poder menguaba. «En aquel momento me
encontraba todavía en una posición en la que podía hacer algo así. Ese no sería
siempre el caso».
MIKE MARKKULA
Todo esto requería dinero. «La preparación de aquella
carcasa de plástico iba a costar cerca de 100.000 dólares —señaló Jobs—, y
llevar todo aquel diseño a la etapa de producción nos iba a costar unos 200.000
dólares». Volvió a visitar a Nolan Bushnell, en esta ocasión para pedirle que
invirtiera algo de dinero y aceptara una participación minoritaria en la
compañía. «Me pidió que pusiera 50.000 dólares y a cambio me entregaría un
tercio de la compañía —comentó Bushnell—. Yo fui listísimo y dije que no. Ahora
hasta me resulta divertido hablar de ello, cuando no estoy ocupado llorando».
Bushnell le sugirió a Jobs que probara suerte con un hombre
franco y directo, Don Valentine, un antiguo director de marketing de la
compañía National Semiconductor que había fundado Sequoia Capital, una de las
primeras entidades de capital riesgo. Valentine llegó al garaje de Jobs a bordo
de un Mercedes y vestido con traje azul, camisa y una elegante corbata.
Bushnell recordaba que Valentine lo llamó justo después para preguntarle, solo
medio en broma: «¿Por qué me has enviado a ver a esos renegados de la especie
humana?». Valentine afirmó que no recordaba haber dicho tal cosa, pero admitió
que pensó que el aspecto y el olor de Jobs eran más bien extraños. «Steve
trataba de ser la personificación misma de la contracultura —comentó—. Llevaba
una barba rala, estaba muy delgado y se parecía a Ho Chi Minh».
En todo caso, Valentine no se había convertido en un
destacado inversor de Silicon Valley por fiarse de las apariencias. Lo que más
le preocupaba era que Jobs no sabía nada de marketing, y que parecía dispuesto
a ir vendiendo su producto por las tiendas de una en una. «Si quieres que te
financie —le dijo Valentine— necesitas contar con una persona como socio que
comprenda el marketing y la distribución y que pueda redactar un plan de
negocio». Jobs tendía a mostrarse o cortante o solícito cuando personas mayores
que él le daban consejos. Con Valentine sucedió esto último. «Envíame a tres
posibles candidatos», contestó. Valentine lo hizo, Jobs entrevistó y conectó
bien con uno de ellos, un hombre llamado Mike Markkula. Este acabaría por
desempeñar una función crucial en Apple durante las dos décadas siguientes.
Markkula solo tenía treinta y tres años, pero ya se había
retirado después de trabajar primero en Fairchild y luego en Intel, donde había
ganado millones con sus acciones cuando el fabricante de chips salió a la
Bolsa. Era un hombre cauto y astuto, con los gestos precisos de alguien que
hubiera practicado la gimnasia en el instituto. Poseía un gran talento a la
hora de diseñar políticas de precios, redes de distribución, estrategias de
marketing y sistemas de control de finanzas. Y a pesar de su carácter un tanto
reservado, también exhibía un lado ostentoso a la hora de disfrutar de su
recién amasada fortuna. Se había construido él mismo una casa en el lago Tahoe,
y después una inmensa mansión en las colinas de Woodside. Cuando se presentó
para su primera reunión en el garaje de Jobs, no conducía un Mercedes oscuro
como Valentine, sino un bruñidísimo Corvette descapotable dorado. «Cuando
llegué al garaje, Woz estaba sentado a la mesa de trabajo y enseguida me enseñó
orgulloso el Apple II —recordaría Markkula—. Yo pasé por alto el hecho de que
los dos chicos necesitaban un corte de pelo, y quedé sorprendido con lo que vi
en aquella mesa. Para el corte de pelo siempre habría tiempo».
A Jobs, Markkula le gustó al instante. «Era de baja
estatura, y no lo habían tenido en cuenta para la dirección de marketing en
Intel, lo cual, sospecho, influía en que quisiera demostrar su valía». A Jobs
le pareció también un hombre decente y de fiar. «Se veía que no iba a jugártela
aunque pudiera. Era persona con valores morales».
Wozniak quedó igualmente impresionado. «Pensé que era la
persona más agradable que había conocido —aseguró—, ¡y lo mejor de todo es que
le gustaba nuestro producto!».
Markkula le propuso a Jobs que desarrollaran juntos un plan
de negocio. «Si el resultado es bueno, invertiré en ello —ofreció—, y si no,
habrás conseguido gratis algunas semanas de mi tiempo». Jobs comenzó a acudir
por las tardes a casa de Markkula, donde barajaban diferentes proyecciones
financieras y se quedaban hablando hasta bien entrada la noche. «Realizábamos
muchas suposiciones, como la de cuántos hogares querrían tener un ordenador
personal, y había noches en las que nos quedábamos discutiendo hasta las cuatro
de la madrugada», recordaba Jobs. Markkula acabó redactando la mayor parte del
plan. «Steve solía decirme que me traería un apartado u otro en la siguiente
ocasión, pero por lo general no lo entregaba a tiempo, así que acabé haciéndolo
yo».
Fuente: Steve Jobs. La biografía
Walter Isaacson
Traducción de
David González-Iglesias González/Torreclavero