Steve Jobs. La biografía - MIKE SCOTT

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MIKE SCOTT
Apple era ya una auténtica compañía, con una docena de empleados, una línea de crédito abierta y las presiones diarias causadas por los clientes y proveedores.
Incluso habían salido del garaje de Jobs para mudarse a una oficina de alquiler en el Stevens Creek Boulevard de Cupertino, a algo más de un kilómetro del instituto al que asistieron Jobs y Wozniak.
Jobs no llevaba nada bien sus crecientes responsabilidades. Siempre había sido temperamental e irritable. En Atari, su comportamiento lo había relegado al turno de noche, pero en Apple aquello no era posible. «Se volvió cada vez más tiránico y cruel con sus críticas —aseguró Markkula—. Le decía a la gente cosas como: “Ese diseño es una mierda”». Era particularmente duro con Randy Wigginton y Chris Espinosa, los jóvenes programadores de Wozniak. «Steve entraba, le echaba un
vistazo a lo que yo hubiera hecho y me decía que era una mierda sin tener ni idea de lo que era o de por qué lo había hecho», afirmó Wigginton, que por entonces acababa de terminar el instituto.
También estaba el problema de la higiene. Jobs seguía convencido, contra toda evidencia, de que sus dietas vegetarianas le ahorraban la necesidad de utilizar desodorante o ducharse con regularidad. «Teníamos que ponerlo literalmente en la puerta y obligarle a que fuera a ducharse —comentó Markkula—. Y en las reuniones nos tocaba contemplar sus pies sucios». En ocasiones, para aliviar el estrés, se remojaba los pies en el inodoro, una práctica que no producía el mismo efecto en sus colegas.
Markkula rehuía la confrontación, así que decidió contratar a un presidente, Mike Scott, para que ejerciera un control más estricto sobre Jobs. Markkula y Scott habían entrado a trabajar en Fairchild el mismo día de 1967, sus despachos se encontraban puerta con puerta y su cumpleaños, el mismo día, lo celebraban juntos todos los años. Durante la comida de celebración en febrero de 1977, cuando Scott cumplía treinta y dos años, Markkula le propuso ser el nuevo presidente de Apple.
Sobre el papel, parecía una gran elección. Era responsable de una línea de productos en National Semiconductor, y tenía la ventaja de ser un directivo que comprendía el campo de la ingeniería. En persona, no obstante, presentaba algunas peculiaridades. Tenía exceso de peso, varios tics y problemas de salud, y tendía a estar tan tenso que iba por los pasillos con los puños apretados. También solía discutirlo todo, y a la hora de tratar con Jobs eso podía ser bueno o malo.
Wozniak respaldó rápidamente la idea de contratar a Scott. Como Markkula, odiaba enfrentarse a los conflictos creados por Jobs. Este último, como era de esperar, no lo tenía tan claro. «Yo solo tenía veintidós años y sabía que no estaba preparado para dirigir una empresa de verdad —diría—, pero Apple era mi bebé, y no quería entregárselo a nadie». Ceder una porción de control le resultaba angustioso. Le dio vueltas al asunto durante largas comidas celebradas en la hamburguesería Bob’s Big Boy (la favorita de Woz) y en el restaurante de productos naturales Good Earth (el favorito de Jobs). Al final acabó por dar su aprobación, aunque con reticencias.
Mike Scott —llamado Scotty para distinguirlo de Mike Markkula— tenía una misión principal: gestionar a Jobs. Y eso era algo que normalmente había que hacer a través del sistema preferido de Jobs para celebrar un encuentro: dando un paseo. «Mi primer paseo fue para decirle que se lavara más a menudo —recordaba Scott—.
Respondió que, a cambio, yo tenía que leer su libro de dietas frutarianas y tomarlo en cuenta para perder peso». Scott nunca siguió la dieta ni perdió demasiado peso, y Jobs solo realizó algunas pequeñas modificaciones en su rutina higiénica. «Steve se empeñaba en ducharse solo una vez a la semana, y estaba convencido de que aquello resultaba suficiente siempre y cuando siguiera con su dieta de frutas», comentó Scott.
Jobs adoraba el control y detestaba la autoridad. Aquello estaba destinado a convertirse en un problema con el hombre que había llegado para controlarlo, especialmente cuando Jobs descubrió que Scott era una de las escasísimas personas a las que había conocido que no estaba dispuesto a someterse a su voluntad. «La cuestión entre Steve y yo era quién podía ser más testarudo, y yo resultaba bastante bueno en aquello —afirmó Scott—. Él necesitaba que le pusieran freno, pero
estaba claro que no le hacía ninguna gracia». Tal y como Jobs comentó posteriormente, «nunca le he gritado a nadie tanto como a Scotty».
Uno de los primeros enfrentamientos tuvo lugar por el orden de la numeración de los empleados. Scott le asignó a Wozniak el número 1 y a Jobs el número 2. Como era de esperar, Jobs exigió ser el número 1. «No se lo acepté, porque aquello hubiera hecho que su ego creciera aún más», afirmó Scott. A Jobs le dio un berrinche, e incluso se echó a llorar. Al final propuso una solución: él podía tener el número 0. Scott cedió, al menos en lo referente a sus tarjetas de identificación, pero el Bank of America necesitaba un entero positivo para su programa de nóminas, y allí Jobs siguió siendo el número 2.
Existía un desacuerdo fundamental que iba más allá de la vanidad personal. Jay Elliot, que fue contratado por Jobs tras un encuentro fortuito en un restaurante, señaló un rasgo destacado de su antiguo jefe: «Su obsesión es la pasión por el producto, la pasión por la perfección del producto». Mike Scott, por su parte, nunca permitió que la búsqueda de la perfección tuviera prioridad sobre el pragmatismo. El diseño de la carcasa del Apple II fue uno de los muchos ejemplos. La compañía Pantone, a la que Apple recurría para especificar los colores de sus cubiertas plásticas, contaba con más de dos mil tonos de beis. «Ninguno de ellos era suficientemente bueno para Steve —se maravilló Scott—. Quería crear un tono diferente, y yo tuve que pararle los pies». Cuando llegó la hora de fijar el diseño de la carcasa, Jobs se pasó días angustiado acerca de cómo de redondeadas debían estar las esquinas. «A mí no me importaba lo redondeadas que estuvieran —comentó Scott—. Yo solo quería
que se tomara la decisión». Otra disputa tuvo que ver con las mesas de montaje. Scott quería un gris estándar, y Jobs insistió en pedir mesas de color blanco nuclear hechas a medida. Todo aquello desembocó finalmente en un enfrentamiento ante Markkula acerca de si era Jobs o Scott quien podía firmar los pedidos. Markkula se puso de parte de Scott. Jobs también insistía en que Apple fuera diferente en la manera de tratar a sus clientes: quería que el Apple II incluyera una garantía de un año.
Aquello dejó boquiabierto a Scott, porque la garantía habitual era de noventa días. Una vez más, Jobs prorrumpió en sollozos durante una de sus discusiones acerca
del tema. Dieron un paseo por el aparcamiento para calmarse, y Scott decidió ceder en este punto.
Wozniak comenzó a molestarse ante la actitud de Jobs. «Steve era demasiado duro con la gente —afirmó—. Yo quería que nuestra empresa fuera como una familia en la que todos nos divirtiéramos y compartiésemos lo que estuviéramos haciendo». Jobs, por su parte, opinaba que Wozniak sencillamente se negaba a madurar. «Era muy infantil —comentó—. Había escrito una versión estupenda de BASIC, pero nunca lograba sentarse a escribir la versión de BASIC con coma flotante que necesitábamos, así que al final tuvimos que hacer un trato con Microsoft. No se centraba».
Sin embargo, por el momento los choques entre ambas personalidades eran manejables, principalmente porque a la compañía le iba muy bien. Ben Rosen, el analista que con sus boletines creaba opinión en el mundo tecnológico, se convirtió en un entusiasta defensor del Apple II. Un desarrollador independiente diseñó la primera hoja de cálculo con un programa de economía doméstica para ordenadores personales, VisiCalc, y durante un tiempo solo estuvo disponible para el Apple II, lo que convirtió al ordenador en algo que las empresas y las familias podían comprar de forma justificada. La empresa comenzó a atraer a nuevos inversores influyentes.
Arthur Rock, el pionero del capital riesgo, no había quedado muy impresionado en un primer momento, cuando Markkula envió a Jobs a verlo. «Tenía unas pintas como si acabara de regresar de ver a ese gurú suyo de la India —recordaba Rock—, y olía en consonancia». Sin embargo, después de ver el Apple II, decidió invertir en ello y se unió al consejo de administración.
El Apple II se comercializó, en varios modelos, durante los siguientes dieciséis años, con unas ventas de cerca de seis millones de unidades. Aquella, más que ninguna otra máquina, impulsó la industria de los ordenadores personales. Wozniak merece el reconocimiento por haber diseñado su impresionante placa base y el software que la acompañaba, lo que representó una de las mayores hazañas de la invención individual del siglo. Sin embargo, fue Jobs quien integró las placas de Wozniak en un conjunto atractivo, desde la fuente de alimentación hasta la elegante carcasa. También creó la empresa que se levantó en torno a las máquinas de
Wozniak. Tal y como declaró posteriormente Regis McKenna: «Woz diseñó una gran máquina, pero todavía seguiría arrinconada en las tiendas para aficionados a la electrónica de no haber sido por Steve Jobs». Sin embargo, la mayoría de la gente consideraba que el Apple II era una creación de Wozniak. Aquello motivó a Jobs a ir en pos del siguiente gran avance, uno que pudiera considerar totalmente suyo.

Fuente: Steve Jobs. La biografía
Walter Isaacson
Traducción de
David González-Iglesias González/Torreclavero
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