Steve Jobs. La inteligencia no era lo único


Steve Jobs.
La inteligencia no era lo único que la profesora había advertido. Años más tarde, le gustaba mostrar con orgullo una foto de aquella clase el «Día de Hawai». Jobs se había presentado sin la camisa hawaiana que habían propuesto, pero en la foto sale en primera fila, en el centro, con una puesta. Había utilizado toda su labia para convencer a otro chico de que se la dejara.
Hacia el final del cuarto curso, la señora Hill hizo que sometieran a Jobs a unas pruebas. «Obtuve una puntuación de alumno de segundo curso de secundaria», recordaba. Ahora que había quedado claro, no solo para él y sus padres, sino también para sus profesores, que estaba especialmente dotado, la escuela planteó la increíble propuesta de que le permitieran saltarse dos cursos y pasarlo directamente del final del cuarto curso al comienzo del séptimo. Aquella era la forma más sencilla de mantenerlo estimulado y ofrecerle un desafío. Sus padres, sin embargo, eligieron la opción más sensata de hacer que se saltara un único curso.
La transición fue desgarradora. Jobs era un chico solitario y con pocas aptitudes sociales y se encontró rodeado de chicos un año mayores que él. Y, peor aún, la clase de sexto se encontraba en un colegio diferente: el Crittenden Middle. Solo estaba a ocho manzanas de la escuela primaria Monta Loma, pero en muchos sentidos se encontraba a un mundo de distancia, en un barrio lleno de bandas formadas por minorías étnicas. «Las peleas eran algo habitual, y también los robos en los baños — según escribió Michael S. Malone, periodista de Silicon Valley—. Las navajas se llevaban habitualmente a clase como signo de virilidad». En la época en que Jobs llegó allí, un grupo de estudiantes ingresó en prisión por una violación en grupo, y el autobús de una escuela vecina quedó destruido después de que su equipo venciera
al de Crittenden en un torneo de lucha libre.
Jobs fue víctima de acoso en varias ocasiones, y a mediados del séptimo curso le dio un ultimátum a sus padres: «Insistí en que me cambiaran de colegio». En términos económicos, aquello suponía una dura exigencia. Sus padres apenas lograban llegar a fin de mes. Sin embargo, a esas alturas no había casi ninguna duda de que acabarían por someterse a su voluntad. «Cuando se resistieron, les dije simplemente que dejaría de ir a clase si tenía que regresar a Crittenden, así que se pusieron a buscar dónde estaban los mejores colegios, reunieron hasta el último centavo y compraron una casa por 21.000 dólares en un barrio mejor».
Solo se mudaban cinco kilómetros al sur, a un antiguo huerto de albaricoqueros en el sur de Los Altos que se había convertido en una urbanización de chalés idénticos. Su casa, en el 2.066 de Crist Drive, era una construcción de una planta con tres dormitorios y un garaje —detalle de primordial importancia— con una
puerta corredera que daba a la calle. Allí, Paul Jobs podía juguetear con los coches y su hijo, con los circuitos electrónicos. El otro dato relevante es que se encontraba, aunque por los pelos, en el interior de la línea que delimitaba el distrito escolar de Cupertino-Sunnyvale, uno de los mejores y más seguros de todo el valle.
«Cuando me mudé aquí, todas estas esquinas todavía eran huertos —señaló Jobs mientras caminábamos frente a su antigua casa—. El hombre que vivía justo ahí me enseñó cómo ser un buen horticultor orgánico y cómo preparar abono. Todo lo cultivaba a la perfección. Nunca antes había probado una comida tan buena. En ese momento comencé a apreciar las verduras y las frutas orgánicas».
Aunque no eran practicantes fervorosos, los padres de Jobs querían que recibiera una educación religiosa, así que lo llevaban a la iglesia luterana casi todos los domingos. Aquello terminó a los trece años. La familia recibía la revista Life, y en julio de 1968 se publicó una estremecedora portada en la que se mostraba a un par de niños famélicos de Biafra. Jobs llevó el ejemplar a la escuela dominical y le planteó una pregunta al pastor de la iglesia. «Si levanto un dedo, ¿sabrá Dios cuál voy a levantar incluso antes de que lo haga?». El pastor contestó: «Sí, Dios lo sabe todo». Entonces Jobs sacó la portada de Life y preguntó: «Bueno, ¿entonces sabe Dios lo que les ocurre y lo que les va a pasar a estos niños?». «Steve, ya sé que no lo entiendes, pero sí, Dios también lo sabe».
Entonces Jobs dijo que no quería tener nada que ver con la adoración de un Dios así, y nunca más volvió a la iglesia. Sin embargo, sí que pasó años estudiando y tratando de poner en práctica los principios del budismo zen. Al reflexionar, años más tarde, sobre sus ideas espirituales, afirmó que pensaba que la religión era mejor
cuanto más énfasis ponía en las experiencias espirituales en lugar de en los dogmas. «El cristianismo pierde toda su gracia cuando se basa demasiado en la fe, en de hacerlo en llevar una vida como la de Jesús o en ver el mundo como él lo veía —me decía—. Creo que las distintas religiones son puertas diferentes para una misma casa. A veces creo que la casa existe, y otras veces que no. Ese es el gran misterio».
Fuente: Steve Jobs. La biografía
Walter Isaacson
Traducción de
David González-Iglesias González/Torreclavero
www.megustaleer.

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